La noción de Pueblo según sus criterios de legitimidad y las mentalidades e imaginarios que la acompañan.
¿Dónde nace esta difícil cuestión?
Tenemos que remontarnos al siglo XVII en la Inglaterra, que todavía sustenta el poder real y utilizaremos como primer texto el de Edmund S. Morgan que se titula justamente ¿Qué es el pueblo?...[1]
Curiosamente el Pueblo está compuesto por los gobernados y también por los que lo gobiernan, en la ficción que representa al Rey como soberano y a su vez como representante único del Pueblo, otorgándole dicho poder al Parlamento.
¿Cuál era su primer criterio de legitimidad?
Estos representantes en la isla, eran elegidos desde 1430 por varones adultos, propietarios de tierras.
Pero en las colonias, en pleno siglo XVII, los representantes eran escogidos por los “hombres libres” ó sea por los accionistas de las Compañías que se hubieran asentado en la América Septentrional ó también, como ocurriera en la colonia de Massachussets al deliberar en la metrópoli, por todos los varones miembros de la iglesia puritana ortodoxa.
Como se puede ver, esta ficción era restringida, pero el común denominador era el pertenecer a una cierta comunidad geográfica, para que esos electores pudieran elegir representantes.
Pero este relato se va a complicar a partir de la década de 1640, cuando se comienza a considerar que todo parlamentario, al heredar al Rey que representaba a todo el Pueblo, pasa a representar a todo el reino, más allá de su elección local ó regional.
Es decir el Pueblo Soberano era el de toda la isla ó colonia. Demasiado numeroso para actuar por sí mismo y tomar el gobierno en sus propias manos.
Y he aquí que la ficción parlamentaria llega a su máximo, puesto que este Pueblo total, no podía ejercer autoridad alguna, por lo que quienes veían conculcados sus derechos y limitadas sus garantías, eran los participantes del pueblo real, aquellos que había elegido a sus representantes, desde sus comunidades geográficas, que ya no los representaba localmente.
Debemos recordar a su vez que esta ficción de pueblo no es estática, es algo en perpetuo movimiento, no es igual en dos momentos diferentes, simplemente porque alguien nace y alguien muere.
Como un juego de máscaras, en esos lejanos tiempos, finalmente el ejército será visto como cabal representante del Pueblo, porque ha sido seleccionado y es una posibilidad de orden sobre la multitud.
Se dirá entonces que será la mayor razón, la militar, sobre la mayor voz, la del Pueblo y éste a su vez tenderá a transformar su semblante en el tiempo, como ocurriera en “El retrato de Dorian Grey” de Oscar Wilde.
Hay un segundo texto que nos va a orientar en otra dirección en la noción de Pueblo. Se trata de lo que ocurriera en el siglo siguiente al otro lado del Canal de la Mancha[2]
La aparición de la Razón es el minucioso relato que Pierre Rosenvallon muestra en la Revolución Francesa, traída como la Ley, según el Abate Pierre, cuyos antecedentes aparecen en los fisiócratas, que sostienen que la libertad de los hombres, nace de la observación de las leyes de la Naturaleza. Y que esa libertad la garantiza la evidencia.
La evidencia es vista como principio de autoridad, de unanimidad, ante la dispersión de las opiniones y de las voluntades. Era la Razón Universal.
“La evidencia, que es una, no puede representar más que un solo punto de reunión de las voluntades y las fuerzas” escribe Le Mercier de la Riviere.
Y he aquí que este principio de unidad, es una verdadera divisoria de aguas, con la teoría inglesa de la representación, que es vista como principio de la diversidad.
Sin embargo, lo importante es que la evidencia surge de la confrontación de los filósofos, es un debate entre expertos y no un debate popular.
La instrucción pública y la libertad de prensa son vistas como formas de difusión de la Razón, que se expande por imitación, desde “los mandarines”, los hombres de letras que encarnan al Estado racional.
Por lo cual vemos surgir otra ficción en la noción de pueblo, porque en 1789, la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, dice que “la Ley es la expresión de la Voluntad General”.
Si bien esto expresa un antiabsolutismo claro, el principio de toda soberanía reside esencialmente en la Nación.
Es decir que en principio, en las mentalidades e imaginarios de esa época, la voluntad general no es en principio la voluntad popular.
Lo aclarará el propio Jean Jaques Rousseau al decir que “lo que generaliza la voluntad pública, no es la cantidad de votantes, sino el interés común que los une”.
Y al agregar “cuanto más se acerquen las opiniones a la unanimidad, más predomina la voluntad general”
Se trata de organizar la voluntad y la persona nacionales, dirá Carré de Malberg.
Pero la tensión entre la Razón y el Número crece, porque al rechazar la democracia clásica a la inglesa en la representación, la política francesa oscilará entre los liberales aristocratizantes y la democracia real ó sea “las masa enormes que componen la monarquía francesa”, como decía Rousseau.
Condorcet mostrará esta tensión, cuando escriba en 1793, “Después que las Asambleas hayan sido constituídas, pueden estar animadas del espíritu público ó de un capítulo aristocrático, convertirse en cuerpos aislados ó permanecer como representantes de los ciudadanos”
Pero también en el Terror de 1793, el derecho de acusación, que puede concluir en la guillotina, sirve para proclamar la voluntad general, que se expresa en el día a día.
Finalmente Le Mercier dirá que por examen se dividirá al Estado entre plebeyos y ciudadanos con capacidades.
O sea, que como en Marat-Sade de Peter Weir, esta otra ficción oscilará entre el Número y la Razón.
Pero de esta disyuntiva surgirá una nueva ficción.
De esto se ocupa un muy interesante texto de George L. Mosse.[3]
De la llamada voluntad general en el siglo XVIII, va a surgir a comienzos del siglo XIX, a través de la presencia de ritos, fiestas, mitos y símbolos la llamada soberanía popular.
Allí vuelve a ponerse en juego el concepto democrático de la representación. ¿Lo es solamente el parlamentarismo liberal?
O lo es el universo en atuendo festivo, en estado primigenio, dirá Schelling en 1802 y entonces veremos aparecer lo estético y lo artístico en esta nueva noción de pueblo.
Porque va a aportar a este mundo, es de suma importancia la presencia del romanticismo, con toda su carga de irracionalidad, de simbolismo y de mitología.
Esa nueva plenitud del mundo tendría también su vertiente religiosa.
Tal es que se puede interpretar a las ideas del nacionalsocialismo como una nueva teología, alejada de los compuestos racionales de la Modernidad.
Tan alejada, como que la magnificencia de las festividades políticas, eclipsaba nítidamente la teoría que podrían haber desarrollado los movimientos nacionales.
La vía no era puramente racional sino inmediatamente emocional.
Quizás Erik Erikson logre acercarse a este mundo cuasi mágico cuando asevera “El ceremonial permite a un grupo comportarse de una manera simbólicamente ornamental, de modo que parece ofrecer un universo ordenado, cada partícula logra una identidad, en función de su simple interdependencia con todas las demás”
Pero esto, desde ya no era nuevo…En la revolución Francesa, la Virgen María había sido reemplazada por la Diosa Razón, el culto a la Virgen por el culto racional y de hecho, el drama de Joseph Chenièr, “El triunfo de la República”, llevó a todo el mundo a escena. desde mujeres y niños hasta funcionarios y soldados.
Notre-Dàme pasó a ser el Templo de la Razón, y como en el teatro griego, fueron venerados los primeros rayos del sol.
Se trata entonces de una religión secular. Se trata de la estetización de la política.
Que ello tenía presencia desde las lejanas Grecia y Roma, se vería en la búsqueda de la belleza y de la forma: de lo dionisíaco y de lo apolíneo, de la monumentalidad y del movimiento.
La hermosa Humanidad se expresaba en el arte griego.
Se hablaba de sencillez, serenidad, nobleza y belleza.
Se hablaba del perfil griego como la parte más elevada de su arte.
De allí a llevar ese perfil como monopolio de la raza aria habrá un paso.
El perfil aplastado de los africanos y la supuesta fealdad de la nariz judía fueron señalados. Y se comparó a estos con los monos.
Estas nociones nos van acercando al ideal de pueblo elegido.
Los motivos griegos y romanos fueron incorporados a los monumentos y a las estatuas.
Y va a surgir el monumentalismo, en el tiempo de los movimientos de masas enfervorizadas, constituyendo una unidad en las gradas teatrales.
Jurgen Dieckert señala las palabras del propio Hitler: “Siempre debemos tener en mente al pueblo y construir estadios que puedan contener entre 150000 y 200000 personas”
Es decir que aquí vemos claramente, esta nueva noción de pueblo asociada al funcionamiento masivo, en lugares construídos apropiadamente.
Y ante la aparición del Romanticismo, aparecerán asociado a lo monumental, lo oriental y lo medioeval con sus elementos góticos.
Era la nueva religión secular del pueblo, que comprendía inclusive, cementerios destinados a los soldados caídos en acción de guerra.
Las pirámides, remedo del misterioso Egipto y las llamas sagradas colaboraron a estos fastos conmemorativos de la unidad popular.
El fuego significaba para los nazis, renacimiento eterno, como el sol frente a la noche y purificación como la luz sobre las tinieblas.
Y la esvástica ó cruz gamada, será una visión especular de la simbología hindú, mientras los colores negro, rojo y dorado vendrían de las fraternidades populares y estudiantiles que lucharon contra Napoleón y se convertirían en la bandera del Reich unificado.
La pigmentación clara, el pelo rubio, los ojos azules y la nariz griega iban a representar a la raza germánica, la forma humana de la noción de pueblo alemán.
Esa idea hablaba también de una belleza espiritual que proyectaba el pueblo alemán, así como los monumentos nacionales lo representaban.
Los gimnastas, la música y las danzas populares ocuparon el espacio público. A los primeros Hitler los halagó diciendo que eran el mejor ejemplo de las fuerzas vivas del pueblo.
El ritmo y la alegría del movimiento del cuerpo en el espacio, fueron los motivos de la danza contemporánea incorporados por Mary Wigman y Êmile Jacques Delcroze en los festivales danzantes populares.
O sea lo espectacular está montado. La monumentalidad se va haciendo…
Las luces están encendidas y las llamas votivas están ardiendo…
Los cuerpos gimnásticos ó danzantes ya han entrado a escena…
Lo artístico y lo estético han seguido el camino de Wagner…
¿Pero cual es el actor que va a ocupar el rol central de esta representación?
¿Quién es el Sigfrido ó el Ricardo III de esta magnífica puesta en escena?…
¿Quién encarnará la voluntad general, la soberanía popular y la casi unanimidad de la que hablaba Jean Jàcques Rousseau…
Para ello debemos adentrarnos en otro interesante texto, el de Petér Frizsche…[4]
El escrito va avanzando desde el final de la primera gran guerra hasta la entronización de Adolf Hitler en el Poder.
Y la caída del Kaiser va seguida de la socialdemocracia al Poder, pero ya desde ese momento, el pueblo alemán estará en la calle y no la abandonará hasta la caída del Tercer Reich.
Y en el primer momento ó sea Noviembre del 18, el regreso de las tropas germanas vencidas, los lisiados y los heridos de guerra, con sus uniformes y armamentos inútiles, dan un tono dramático a las manifestaciones callejeras.
Este pueblo en la calle va a buscar y a explorar nuevas vías de la política.
Es energía combativa y al mismo tiempo frustrada por la derrota.
Pero va a tratar de canalizarla en ese largo y dramático período entre los finales de la década del 10 y el comienzo de la década del 30.
Ya en noviembre del 18 comienzan a circular términos como comunidad del Pueblo, Estado del Pueblo y Partido del Pueblo.
Comienza a hablarse del destino profetizado…”Si el pueblo alemán tomase el destino en sus manos”…escribe una alemana de Leipzig a su hermano…
Se esperaba el nuevo fulgor del pueblo alemán.
Los partidos liberal y conservador pasaron a llamarse: Partido Alemán del Pueblo y Partido Nacional Alemán del Pueblo…
En 1919 aparecerán los grupos de interés: Federación de Empleados Públicos, los químicos, granjeros y artesanos, vendedores, carniceros, tramoyistas, destiladores y relojeros mostraban la clase media en acción.
Era un cúmulo de intereses económicos, acelerado por la devaluación monetaria y el proceso inflacionario, que desgarró a los políticos en sus luchas internas y catapultó, por ejemplo, al Partido del Comercio y de los Artesanos al 33 % de los votos en 1924.
Era el estado del Pueblo reemplazando a la vieja monarquía. Además la hiperinflación de 1922 y 1923 fue asociada al Tratado de Versalles, que había colocado onerosos pagos a la Alemania vencida de la Gran Guerra.
En el 18 el Poder había caído en manos de la socialdemocracia, por el desplome del régimen del Kaiser, post-capitulación. Pero en 1919 las bandas armadas de derecha aparecieron como el poder más importante.
El líder del Partido de Centro y el Ministro del Exterior son asesinados.
Allí asomarán a la luz las nacientes SA de Adolf Hitler.
La retórica antisocialista y antidemocrática animará a las Guardias Cívicas contra los saqueos y contra los obreros.
Era contra la contraofensiva animada por socialdemócratas, socialistas independientes y comunistas y sus huelgas que paralizaban a las metrópolis.
Como en la época del Terror jacobino, en el decir de Ernst Renán, había un plebiscito cotidiano que era nacionalista ó sea se centraba en los ataques a los que se consideraba antialemanes, polacos y cada vez más judíos.
El panfletarismo invadió la Alemania del 18, proclamando la necesidad de la eliminación de los bolcheviques.
A ello hay que agregar la corrosión que va a sembrar en la sociedad alemana la creciente inflación, tan bien retratada en el “El huevo de la serpiente”, el recordado film de Ingmar Bergman.
Los clubs sociales hacia 1924 se convertirían en asociaciones patrióticas como “Cascos de acero” y “Joven Orden Alemana”.
O sea que la organización y el activismo político, de rasgos cada vez más antisemitas, muestran a su vez la indiferencia ó la difamación hacia la parlamentaria República de Weimar.
El día lunes 30 de enero de 1933, ó sea, nueve años después, será un día clave en la historia de Alemania y en la del siglo XX, puesto que el primer actor ha arribado a escena: Adolf Hitler ha sido designado canciller de Alemania.
Y aparece flanqueado por su propio coro, las SA ó divisiones de asalto y las SS, la guardia de seguridad del partido…
“Ríos de fuego”, dirá el embajador francés de las antorchas que las camisas pardas y botas negras blandían en sus manos…
Joseph Goebbels, su muy eficaz heraldo en escena y jefe de propaganda, anotará en su diario: “Indescriptible”…
Un millón de personas certificaron con su presencia en escena, su adhesión al Partido Nacional Socialista, en ese momento.
La radio comienza a propalar a toda Alemania los actos nazis, desde el 5 de febrero que es el entierro del asesinado jefe de las SA, Maiakowski.
Syberger que es el autor de un monumental Hitler cinematográfico, de aproximadamente 8 horas de duración, confiesa que sus primeros contactos como niño alemán, con el Führer, fueron los discursos de Hitler y Goebbels, vía radiofónica.
La violencia irá creciendo geométricamente y quedará en manos casi exclusivas de los nazis, luego del incendio del Reichstag, el 27 de febrero, que le sirve al nazismo para proscribir al Partido Comunista.
El generoso apoyo que recibía el hitlerismo de la población alemana, claramente obscurecido en las historias y filmografía de la postguerra, estaba justificado para muchos, por el hecho de haber desbaratado, con métodos brutales, la posibilidad de la guerra civil y para los nacionalistas no nazis, por hacerles pagar a los eslavos, comunistas y judíos sus presuntas culpas.
El partido Nacional Socialista Alemán de los Trabajadores, (Nazi) había pasado de menos del 3% de los votos en 1930 al 18% del electorado en 1930 y llegaría al 37% de los votos en 1932.
¿Cuáles fueron las causas del espectacular crecimiento de la popularidad de Hitler y su, en un principio, minúsculo partido?
Evidentemente las cláusulas punitivas del Tratado de Versalles, que obligarían a Alemania a oneroso pagos, como país vencido de la Primera Gran Guerra, hasta fines del siglo XX, no se pueden obviar.
La Paz vergonzosa que había hecho caer al Kaiser no fue la única causa.
Desde ya, la Gran Depresión, graficada por una niña de diez años en una frase notable: “los hombres son tan infelices cuando no tienen trabajo”…
El desempleo llevó primero los votos a Hindemburg, comandante en Jefe durante la Primera Guerra. Era una alianza antisocialista, pero no aristocrática, no era monárquica ni elitista, era autoritaria y reactiva a lo ocurrido entre 1914 y 1918.
Granjeros, campesinos y artesanos estaban en la calle. La clase media, la burguesía alemana estaba en movimiento y en lucha callejera permanente.
A su vez la disolución de los partidos liberal y conservador entre el 20 y el 30, preanuncia la crisis de los restantes viejos partidos.
Esa década es una mezcla de sentimientos patrióticos vociferantes. Miedos a todo lo que suene ó parezca bolchevique y repugnancia hacia el elitismo que había conducido a la gran derrota de la primera conflagración europea,
Lo que la clase media y trabajadora germana quería, era la unidad más allá de la representación de sus variados intereses ó sea la unanimidad de la Nación ó la casi unanimidad que propondría el Partido Nazi.
Adolf Hitler ya en escena y en su rol de primer actor tenía en claro todo esto, basado en tres premisas: la pureza racial de los arios, una era de producción industrial creciente a lo largo del tiempo y unas fuerzas armadas lo más poderosas y modernas posibles.
Hitler había sido enjuiciado al principio de la década por un golpe abortado y aprovechó el juicio para aparecer en las portadas de toda Alemania y proclamarse enfáticamente como el responsable del hecho y apuntar su énergica arenga contra lo que denominaba el republicanismo decadente.
O sea que entre 1924 y 1929 Hitler reorganizó su partido que realizó una cantidad impresionante de actos públicos en todas las ciudades alemanas.
A ello se unía la participación nazi en la vida social barrial y vecinal.
La fría determinación y una creciente autodisciplina los iba a enfrentar a la socialdemocracia, el más grande partido alemán de la postguerra.
A ello se unía una creciente violencia contra los rojos, estuvieran donde estuvieran, fueran socialdemócratas, comunistas, eslavos y sobremanera judíos.
Ante la creciente carencia de los planes sociales oficiales, los nazis organizaron su propio reaprovisionamiento, centrado en las tropas de la SA y de los SS.
A ello se unía la labor incansable de las mujeres ligadas al Partido, en una vasta labor de asistencia social, centrada en hospitales, cárceles y desocupados que requirieran los miembros nazis.
Hitler va apareciendo como salvador nacional contra el desgobierno parlamentario.
El “Heil Hitler” va acompañado de la creciente sensación de emergencia.
Las svásticas más los panfletos desembocan en el 18% de los votos en 1930 para arribar al partido más grande de Alemania entre 1932 y 1933.
El pensar corporativo había cedido paso al lugar que cada alemán no judío podía ocupar en un porvenir de grandeza inimaginable, estimulado por el deporte, la juventud y la participación femenina creciente.
Sin olvidar que un tercio de los votos nazis eran trabajadores, la mayoría industriales y el lema de las elecciones del 32 había sido: “Trabajo y Pan”.
Adolf Hitler había tomado el camino del medio en sus propias palabras, porque: “los nacionalistas de derecha carecían de conciencia social y los socialistas de izquierda carecían de conciencia nacional”.
Haciendo honor a su nombre, el partido nazi se iba a ocupar en el inconsciente colectivo de lo nacional y de lo social.
Pero a su vez los más pudientes distritos apoyaron mayoritariamente a los nazis.
Y entre los intelectuales no todos pensaban como Albert Einstein y Thomas Mann, cuya inclaudicable oposición los iba a llevar lejos de Alemania.
En realidad esta casi unanimidad que apoyaría incontrastablemente a los nazis, denotaría el fracaso del sistema parlamentario democrático, donde el consenso y el diálogo se había tornado imposible, creciendo el pensamiento que para borrón y cuenta nueva de la humillante derrota y del gravoso Tratado de Versalles, se necesitaba una mano lo suficientemente fuerte y autoritaria, como para levantar a Alemania de su terrible caída.
A su vez para comprender la viabilidad del antisemitismo en la Alemania hitleriana, hay que visualizar la larga historia europea desde la expulsión de los judíos de España y Portugal a partir del siglo XV. La Inquisición funcionando a pleno en todo el mundo católico, desde el siglo XVI, hasta su extinción. Los progroms rusos en la época zarista.
La clara presencia del antisemitismo en la Viena del fin de siglo XIX a la que nos referiremos más adelante. Y la acusación que pesara sobre todo el pueblo judío de deicida, desde los dichos y escritos de los relatos bíblicos en los albores del cristianismo y antes de sus sucesivas divisiones.[5]
Pero también esa política de eugenesia racial, se sostendría en otras bases mucho más germanas, puesto que ese nacionalismo a ultranza que encarnara el Führer, evadía la clara división de clases del marxismo ortodoxo, tomaba para sí el frío autoritarismo imperial, para transformarlo en una feroz persecución de sus opositores, desde las calles hasta la cátedras, desde la política hasta el deporte, todo efectuado y basado en la creencia que esa cuasi voluntad general representaba una auténtica revolución nacional.
Sin embargo, si desandamos algo el camino en la flecha del tiempo, nos encontraremos que no todos los liderazgos confluyeron de la misma manera.
En un meduloso texto sobre Viena, de los finales del Imperio Austro-húngaro, se podrá ver como el accionar de tres diferentes liderazgos traccionaron y confluyeron en la disolución de la vida imperial .[6]
Esas figuras son: Georg von Schönerer,( 1842-1921) que fuera una extraña mezcla de aristócrata y populista, defensor de los artesanos y estudiantes desencantados del liberalismo imperial, y a su vez provocador violento, tanto en dichos como en hechos, de todo lo que sugiriera ser eslavo ó judío.
La segunda de esas figuras es Karl Lueger (1844-1910) que realizara un extraño viraje, desde la izquierda hacia la derecha, determinando finalmente, una unión entre los monárquicos, católicos y capitalistas, con un cuidadoso tono antisemita, que se puede sintetizar en su famosa frase: “ judío es quien yo decido”…
La tercera y quizás como reacción a lo anteriormente señalado, es la del fundador del sionismo: Theodor Herzl, (1860-1904) que a contrario sensu de sus predecesores, cultiva y cree en los valores liberales que han sido vulnerados y descubre el antisemitismo no solamente en su asimilada Viena, sino en la capital de las Luces, donde es enviado como corresponsal de la Neue Freie Press, en momentos del famoso caso Dreyfus, el oficial judío, degradado y encarcelado por alta traición, cuya inocencia fuera probada en el famoso escrito de Emile Zolà: Yo acuso…
Su utopía era entonces una utopía liberal. Su grandilocuencia teatral lo convertiría en un Führer de toda su colectividad,
El Sión de Herzl, encarnaba a esa moderna cultura liberal europea perdida.
Los Caballeros de Palestina, el nombre de una organización sionista y su visión de una república aristocrática como la veneciana, lo vinculan con sus dos antecesores, en el hecho del tratar de apartarse de la decadencia austrohúngara, para recrear un mundo, emocional, pasional y preracional, que anime a sus propias masas, deseosas de un nuevo rumbo.
O sea que esta noción de pueblo, creada en estas tres mentalidades diferentes, es ficción de un Todo, en los imaginarios de cada uno de sus propios partidarios.
Diferente es lo que ocurriera en la implantación del sistema electoral en Italia. (1848-1895) a lo que nos referiremos brevemente.[7]
En las mentes de los notables italianos, ó sea los dueños del poder local, la ampliación del juego se insertaba cómodamente en ese dominio paternalista.
Los siervos existían, pero las asambleas debían ser controladas.
Los viajes eran hacia comunas vecinas. Los aristócratas haciendo votar a sus dependientes. Pero no a los suboficiales y soldados.
Era el interregno entre la sociedad de linaje de lo Antiguo y el individuo propietario.
Hay que recordar las reservas de estos liberales con respecto al Estado y su desconfianza hacia lo democrático.
Por ello la informalidad de las prácticas eleccionarias, basadas en realidades más amplias, espaciales, locales ó regionales.
Los notables pasarán a coaptar nuevos núcleos de la sociedad, pero siempre controlándolos.
Las jerarquías sociales se convertirán en jerarquías políticas, lo cual le garantizará permanencia y legalidad, al régimen de los notables.
O sea, son estos personajes los que van incluyendo al resto de la sociedad, notable paralelo, por cierto, con nuestra llamada generación del 80, también en el siglo XIX.
“Saber leer y escribir” podía ser, por ejemplo, una forma de exclusión ó de inclusión, según conviniera ó no a esta férrea lógica de la élite.
Ser elector era una línea directa entre la prerrogativa social y su encarnación política.
En una palabra, la opinión que se diría ilustrada de los notables, pesaría mucho más que su número, en esta ficción, donde la noción de pueblo, sirve ampliada, para legitimar electoralmente una democracia diferencial.
Del período cuasi similar en España, nos van a ilustrar tres testigos de cargo[8]
Cánovas diciendo en el Parlamento: “El cuerpo electoral en España no existe, como no existe el cuerpo electoral, todo movimiento debe partir de la Corona.[9]
Un diplomático inglés escribiría: “En este país, la llamada última, la suprema decisión con respecto al destino político de la nación, no se encuentra en el voto popular”…
“De acuerdo a la letra constitucional, el electorado es en efecto, el factor determinante”… “El Rey puede llamar a gobernar a quien le plazca, aunque la persona encargada no puede hacerlo sin la mayoría parlamentaria”…
“Pero ocurre que esta mayoría no es el resultado del voto popular, sino de los acuerdos y manipulaciones dirigidas desde el Ministerio de la Gobernación”…[10]
Y justamente el Ministro de la Gobernación que se enorgullecía de sus trabajos electorales, enviaría esta nota sumamente aclaratoria:
“Yo considero que la influencia oficial debe extenderse no solo a los empleados de todos y cada uno de los Ministerios, sino también a todos los organismos que de ellos dependen y de todos ellos le acompaño una breve relación, por si estima conveniente dar las órdenes necesarias para que esa influencia se haga sentir”[11]
O sea, como acotaría un diario con respecto a las elecciones: “Eran a manera de operaciones matemáticas hechas con tinta de las oficinas, por la mano serena, inflexible y calculadora del Gobierno sobre una losa de mármol blanco, bajo la cual dormía la opinión del país, indiferente y escéptico”.[12]
Evidentemente, en estas mentalidades lo que se ficcionaba casi totalmente, era el supuesto liberalismo y la naciente democracia.
La noción de pueblo yacía como totalmente instrumental al uso del Poder, como lo muestran acabadamente los testimonios que acabamos de transcribir.
Hemos comenzado este periplo con la política británica del siglo XVII, Podríamos concluirlo con lo que ocurría en las islas a fines del siglo XIX.[13]
Dos figuras dominarán este período. Una será la de Gladstone que representará la política liberal de tal manera que podría decirse de él las palabras de Sydney Webb, en septiembre de 1901: “Una reforma liberal nunca es sólo un instrumento social para una finalidad social, sino una lucha del bien contra el mal”.
Es decir había aquí un fin moral vinculado directamente a las libertades individuales, la libertad de comercio y la libertad religiosa.
Con Gladstone, los primeros obreros arriban al Parlamento. Estos lib-lab, al contrario de lo ocurrido dos siglos atrás, representaban al pueblo real, aquel que caminaba por las calles de la Gran Bretaña.
Sin embargo entre 1874 y el final del siglo se podrá percibir el Renacimiento Conservador, explicitado por The Times, en su edición del 7 de octubre de 1891: “Es significativo que los electores del distrito reformado de Westminister hayan preferido al conservador desconocido que vendía libros,(W.H. Smith)antes que el famoso liberal (John Stuart- Mill), que los escribió”.
La burguesía inglesa, no estaba de acuerdo con impuestos excesivos, ni con cualquier reconstrucción de barrios obreros, que endeudara más al fisco.
Y la figura rutilante de los tories hasta, su muerte en 1881, había sido Disraeli.
De esa manera la clase media inglesa seguía las palabras del jurista Dicey, cuando aseguraba, al desistir de la libertad individual, “puede no encontrar escalas hasta el abismo del socialismo”. Se refería desde ya al creciente rol interventor del Estado, como una tipo de política cuasi keynesiana.
O sea que la noción de pueblo está fraccionada en esta cantidad de intereses que parten ó de la órbita liberal ó de la conservadora, ecuación que deberá irse resolviendo en el día a día de la labor parlamentaria.
Y en el imaginario colectivo prima la atención a los intereses sectoriales que inclinarán las votaciones hacia uno ú otro sector.
Esta noción de pueblo que se va constituyendo de acuerdo a los intereses sectoriales que acompañan ó no determinada política y el imaginario colectivo liberal ó conservador, tiene su correlato en la política de los siglos XX y comienzos del XXI en la ex colonia británica: los Estados Unidos de Norteamérica.
Mientras que los que reclaman la voz casi unívoca de la voluntad general e invocan la soberanía popular como la voz de la Nación, son los herederos de ese momento tan especial de la Historia humana que se denominara Revolución Francesa.
[1] Edmund S. Morgan. La invención del Pueblo. Siglo XXI. Editores.
[2] Pierre Rosenvallon. La consagración del ciudadano. Historia del sufragio universal en Francia. Instituto Mora,
[3] George L. Mosse. La nacionalización de las masas. Marcial Pons. Ediciones de la Historia.
[4] Petér Fritzsche. De alemanes a nazis. 1914-1933. Siglo XXI editores.
[5] John Domininic Crossan. ¿Quién mató a Jesús? Las raíces del antisemitismo. Grupo Editorial Planeta
[6] Carl E. Schorske. Viena Fin-de-Siècle. Editorial Gustavo Gili.
[7] Raffaele Romanelli. Las reglas del juego. Notables electores. Elecciones. Quaderni Storici.
Nuova Serie.
[8] José Varela Ortega. De los orígenes de la democracia en España. (1845-1923)
[9] Diario de sesiones, 14-15 de mayo de 1880.
[10] Morier a Granville. 30 de octubre de 1882..
[11] Conde de Romanones. Notas de una vida II. De la victoria de Madrid, en las elecciones de 1909.
[12] El Imparcial.27 de abril de 1884.
[13] Martín Puigh. La construcción de la política británica moderna. Traducción María Inés Tato.
Oxford Blackwell Publishers, 1993.
¿Dónde nace esta difícil cuestión?
Tenemos que remontarnos al siglo XVII en la Inglaterra, que todavía sustenta el poder real y utilizaremos como primer texto el de Edmund S. Morgan que se titula justamente ¿Qué es el pueblo?...[1]
Curiosamente el Pueblo está compuesto por los gobernados y también por los que lo gobiernan, en la ficción que representa al Rey como soberano y a su vez como representante único del Pueblo, otorgándole dicho poder al Parlamento.
¿Cuál era su primer criterio de legitimidad?
Estos representantes en la isla, eran elegidos desde 1430 por varones adultos, propietarios de tierras.
Pero en las colonias, en pleno siglo XVII, los representantes eran escogidos por los “hombres libres” ó sea por los accionistas de las Compañías que se hubieran asentado en la América Septentrional ó también, como ocurriera en la colonia de Massachussets al deliberar en la metrópoli, por todos los varones miembros de la iglesia puritana ortodoxa.
Como se puede ver, esta ficción era restringida, pero el común denominador era el pertenecer a una cierta comunidad geográfica, para que esos electores pudieran elegir representantes.
Pero este relato se va a complicar a partir de la década de 1640, cuando se comienza a considerar que todo parlamentario, al heredar al Rey que representaba a todo el Pueblo, pasa a representar a todo el reino, más allá de su elección local ó regional.
Es decir el Pueblo Soberano era el de toda la isla ó colonia. Demasiado numeroso para actuar por sí mismo y tomar el gobierno en sus propias manos.
Y he aquí que la ficción parlamentaria llega a su máximo, puesto que este Pueblo total, no podía ejercer autoridad alguna, por lo que quienes veían conculcados sus derechos y limitadas sus garantías, eran los participantes del pueblo real, aquellos que había elegido a sus representantes, desde sus comunidades geográficas, que ya no los representaba localmente.
Debemos recordar a su vez que esta ficción de pueblo no es estática, es algo en perpetuo movimiento, no es igual en dos momentos diferentes, simplemente porque alguien nace y alguien muere.
Como un juego de máscaras, en esos lejanos tiempos, finalmente el ejército será visto como cabal representante del Pueblo, porque ha sido seleccionado y es una posibilidad de orden sobre la multitud.
Se dirá entonces que será la mayor razón, la militar, sobre la mayor voz, la del Pueblo y éste a su vez tenderá a transformar su semblante en el tiempo, como ocurriera en “El retrato de Dorian Grey” de Oscar Wilde.
Hay un segundo texto que nos va a orientar en otra dirección en la noción de Pueblo. Se trata de lo que ocurriera en el siglo siguiente al otro lado del Canal de la Mancha[2]
La aparición de la Razón es el minucioso relato que Pierre Rosenvallon muestra en la Revolución Francesa, traída como la Ley, según el Abate Pierre, cuyos antecedentes aparecen en los fisiócratas, que sostienen que la libertad de los hombres, nace de la observación de las leyes de la Naturaleza. Y que esa libertad la garantiza la evidencia.
La evidencia es vista como principio de autoridad, de unanimidad, ante la dispersión de las opiniones y de las voluntades. Era la Razón Universal.
“La evidencia, que es una, no puede representar más que un solo punto de reunión de las voluntades y las fuerzas” escribe Le Mercier de la Riviere.
Y he aquí que este principio de unidad, es una verdadera divisoria de aguas, con la teoría inglesa de la representación, que es vista como principio de la diversidad.
Sin embargo, lo importante es que la evidencia surge de la confrontación de los filósofos, es un debate entre expertos y no un debate popular.
La instrucción pública y la libertad de prensa son vistas como formas de difusión de la Razón, que se expande por imitación, desde “los mandarines”, los hombres de letras que encarnan al Estado racional.
Por lo cual vemos surgir otra ficción en la noción de pueblo, porque en 1789, la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, dice que “la Ley es la expresión de la Voluntad General”.
Si bien esto expresa un antiabsolutismo claro, el principio de toda soberanía reside esencialmente en la Nación.
Es decir que en principio, en las mentalidades e imaginarios de esa época, la voluntad general no es en principio la voluntad popular.
Lo aclarará el propio Jean Jaques Rousseau al decir que “lo que generaliza la voluntad pública, no es la cantidad de votantes, sino el interés común que los une”.
Y al agregar “cuanto más se acerquen las opiniones a la unanimidad, más predomina la voluntad general”
Se trata de organizar la voluntad y la persona nacionales, dirá Carré de Malberg.
Pero la tensión entre la Razón y el Número crece, porque al rechazar la democracia clásica a la inglesa en la representación, la política francesa oscilará entre los liberales aristocratizantes y la democracia real ó sea “las masa enormes que componen la monarquía francesa”, como decía Rousseau.
Condorcet mostrará esta tensión, cuando escriba en 1793, “Después que las Asambleas hayan sido constituídas, pueden estar animadas del espíritu público ó de un capítulo aristocrático, convertirse en cuerpos aislados ó permanecer como representantes de los ciudadanos”
Pero también en el Terror de 1793, el derecho de acusación, que puede concluir en la guillotina, sirve para proclamar la voluntad general, que se expresa en el día a día.
Finalmente Le Mercier dirá que por examen se dividirá al Estado entre plebeyos y ciudadanos con capacidades.
O sea, que como en Marat-Sade de Peter Weir, esta otra ficción oscilará entre el Número y la Razón.
Pero de esta disyuntiva surgirá una nueva ficción.
De esto se ocupa un muy interesante texto de George L. Mosse.[3]
De la llamada voluntad general en el siglo XVIII, va a surgir a comienzos del siglo XIX, a través de la presencia de ritos, fiestas, mitos y símbolos la llamada soberanía popular.
Allí vuelve a ponerse en juego el concepto democrático de la representación. ¿Lo es solamente el parlamentarismo liberal?
O lo es el universo en atuendo festivo, en estado primigenio, dirá Schelling en 1802 y entonces veremos aparecer lo estético y lo artístico en esta nueva noción de pueblo.
Porque va a aportar a este mundo, es de suma importancia la presencia del romanticismo, con toda su carga de irracionalidad, de simbolismo y de mitología.
Esa nueva plenitud del mundo tendría también su vertiente religiosa.
Tal es que se puede interpretar a las ideas del nacionalsocialismo como una nueva teología, alejada de los compuestos racionales de la Modernidad.
Tan alejada, como que la magnificencia de las festividades políticas, eclipsaba nítidamente la teoría que podrían haber desarrollado los movimientos nacionales.
La vía no era puramente racional sino inmediatamente emocional.
Quizás Erik Erikson logre acercarse a este mundo cuasi mágico cuando asevera “El ceremonial permite a un grupo comportarse de una manera simbólicamente ornamental, de modo que parece ofrecer un universo ordenado, cada partícula logra una identidad, en función de su simple interdependencia con todas las demás”
Pero esto, desde ya no era nuevo…En la revolución Francesa, la Virgen María había sido reemplazada por la Diosa Razón, el culto a la Virgen por el culto racional y de hecho, el drama de Joseph Chenièr, “El triunfo de la República”, llevó a todo el mundo a escena. desde mujeres y niños hasta funcionarios y soldados.
Notre-Dàme pasó a ser el Templo de la Razón, y como en el teatro griego, fueron venerados los primeros rayos del sol.
Se trata entonces de una religión secular. Se trata de la estetización de la política.
Que ello tenía presencia desde las lejanas Grecia y Roma, se vería en la búsqueda de la belleza y de la forma: de lo dionisíaco y de lo apolíneo, de la monumentalidad y del movimiento.
La hermosa Humanidad se expresaba en el arte griego.
Se hablaba de sencillez, serenidad, nobleza y belleza.
Se hablaba del perfil griego como la parte más elevada de su arte.
De allí a llevar ese perfil como monopolio de la raza aria habrá un paso.
El perfil aplastado de los africanos y la supuesta fealdad de la nariz judía fueron señalados. Y se comparó a estos con los monos.
Estas nociones nos van acercando al ideal de pueblo elegido.
Los motivos griegos y romanos fueron incorporados a los monumentos y a las estatuas.
Y va a surgir el monumentalismo, en el tiempo de los movimientos de masas enfervorizadas, constituyendo una unidad en las gradas teatrales.
Jurgen Dieckert señala las palabras del propio Hitler: “Siempre debemos tener en mente al pueblo y construir estadios que puedan contener entre 150000 y 200000 personas”
Es decir que aquí vemos claramente, esta nueva noción de pueblo asociada al funcionamiento masivo, en lugares construídos apropiadamente.
Y ante la aparición del Romanticismo, aparecerán asociado a lo monumental, lo oriental y lo medioeval con sus elementos góticos.
Era la nueva religión secular del pueblo, que comprendía inclusive, cementerios destinados a los soldados caídos en acción de guerra.
Las pirámides, remedo del misterioso Egipto y las llamas sagradas colaboraron a estos fastos conmemorativos de la unidad popular.
El fuego significaba para los nazis, renacimiento eterno, como el sol frente a la noche y purificación como la luz sobre las tinieblas.
Y la esvástica ó cruz gamada, será una visión especular de la simbología hindú, mientras los colores negro, rojo y dorado vendrían de las fraternidades populares y estudiantiles que lucharon contra Napoleón y se convertirían en la bandera del Reich unificado.
La pigmentación clara, el pelo rubio, los ojos azules y la nariz griega iban a representar a la raza germánica, la forma humana de la noción de pueblo alemán.
Esa idea hablaba también de una belleza espiritual que proyectaba el pueblo alemán, así como los monumentos nacionales lo representaban.
Los gimnastas, la música y las danzas populares ocuparon el espacio público. A los primeros Hitler los halagó diciendo que eran el mejor ejemplo de las fuerzas vivas del pueblo.
El ritmo y la alegría del movimiento del cuerpo en el espacio, fueron los motivos de la danza contemporánea incorporados por Mary Wigman y Êmile Jacques Delcroze en los festivales danzantes populares.
O sea lo espectacular está montado. La monumentalidad se va haciendo…
Las luces están encendidas y las llamas votivas están ardiendo…
Los cuerpos gimnásticos ó danzantes ya han entrado a escena…
Lo artístico y lo estético han seguido el camino de Wagner…
¿Pero cual es el actor que va a ocupar el rol central de esta representación?
¿Quién es el Sigfrido ó el Ricardo III de esta magnífica puesta en escena?…
¿Quién encarnará la voluntad general, la soberanía popular y la casi unanimidad de la que hablaba Jean Jàcques Rousseau…
Para ello debemos adentrarnos en otro interesante texto, el de Petér Frizsche…[4]
El escrito va avanzando desde el final de la primera gran guerra hasta la entronización de Adolf Hitler en el Poder.
Y la caída del Kaiser va seguida de la socialdemocracia al Poder, pero ya desde ese momento, el pueblo alemán estará en la calle y no la abandonará hasta la caída del Tercer Reich.
Y en el primer momento ó sea Noviembre del 18, el regreso de las tropas germanas vencidas, los lisiados y los heridos de guerra, con sus uniformes y armamentos inútiles, dan un tono dramático a las manifestaciones callejeras.
Este pueblo en la calle va a buscar y a explorar nuevas vías de la política.
Es energía combativa y al mismo tiempo frustrada por la derrota.
Pero va a tratar de canalizarla en ese largo y dramático período entre los finales de la década del 10 y el comienzo de la década del 30.
Ya en noviembre del 18 comienzan a circular términos como comunidad del Pueblo, Estado del Pueblo y Partido del Pueblo.
Comienza a hablarse del destino profetizado…”Si el pueblo alemán tomase el destino en sus manos”…escribe una alemana de Leipzig a su hermano…
Se esperaba el nuevo fulgor del pueblo alemán.
Los partidos liberal y conservador pasaron a llamarse: Partido Alemán del Pueblo y Partido Nacional Alemán del Pueblo…
En 1919 aparecerán los grupos de interés: Federación de Empleados Públicos, los químicos, granjeros y artesanos, vendedores, carniceros, tramoyistas, destiladores y relojeros mostraban la clase media en acción.
Era un cúmulo de intereses económicos, acelerado por la devaluación monetaria y el proceso inflacionario, que desgarró a los políticos en sus luchas internas y catapultó, por ejemplo, al Partido del Comercio y de los Artesanos al 33 % de los votos en 1924.
Era el estado del Pueblo reemplazando a la vieja monarquía. Además la hiperinflación de 1922 y 1923 fue asociada al Tratado de Versalles, que había colocado onerosos pagos a la Alemania vencida de la Gran Guerra.
En el 18 el Poder había caído en manos de la socialdemocracia, por el desplome del régimen del Kaiser, post-capitulación. Pero en 1919 las bandas armadas de derecha aparecieron como el poder más importante.
El líder del Partido de Centro y el Ministro del Exterior son asesinados.
Allí asomarán a la luz las nacientes SA de Adolf Hitler.
La retórica antisocialista y antidemocrática animará a las Guardias Cívicas contra los saqueos y contra los obreros.
Era contra la contraofensiva animada por socialdemócratas, socialistas independientes y comunistas y sus huelgas que paralizaban a las metrópolis.
Como en la época del Terror jacobino, en el decir de Ernst Renán, había un plebiscito cotidiano que era nacionalista ó sea se centraba en los ataques a los que se consideraba antialemanes, polacos y cada vez más judíos.
El panfletarismo invadió la Alemania del 18, proclamando la necesidad de la eliminación de los bolcheviques.
A ello hay que agregar la corrosión que va a sembrar en la sociedad alemana la creciente inflación, tan bien retratada en el “El huevo de la serpiente”, el recordado film de Ingmar Bergman.
Los clubs sociales hacia 1924 se convertirían en asociaciones patrióticas como “Cascos de acero” y “Joven Orden Alemana”.
O sea que la organización y el activismo político, de rasgos cada vez más antisemitas, muestran a su vez la indiferencia ó la difamación hacia la parlamentaria República de Weimar.
El día lunes 30 de enero de 1933, ó sea, nueve años después, será un día clave en la historia de Alemania y en la del siglo XX, puesto que el primer actor ha arribado a escena: Adolf Hitler ha sido designado canciller de Alemania.
Y aparece flanqueado por su propio coro, las SA ó divisiones de asalto y las SS, la guardia de seguridad del partido…
“Ríos de fuego”, dirá el embajador francés de las antorchas que las camisas pardas y botas negras blandían en sus manos…
Joseph Goebbels, su muy eficaz heraldo en escena y jefe de propaganda, anotará en su diario: “Indescriptible”…
Un millón de personas certificaron con su presencia en escena, su adhesión al Partido Nacional Socialista, en ese momento.
La radio comienza a propalar a toda Alemania los actos nazis, desde el 5 de febrero que es el entierro del asesinado jefe de las SA, Maiakowski.
Syberger que es el autor de un monumental Hitler cinematográfico, de aproximadamente 8 horas de duración, confiesa que sus primeros contactos como niño alemán, con el Führer, fueron los discursos de Hitler y Goebbels, vía radiofónica.
La violencia irá creciendo geométricamente y quedará en manos casi exclusivas de los nazis, luego del incendio del Reichstag, el 27 de febrero, que le sirve al nazismo para proscribir al Partido Comunista.
El generoso apoyo que recibía el hitlerismo de la población alemana, claramente obscurecido en las historias y filmografía de la postguerra, estaba justificado para muchos, por el hecho de haber desbaratado, con métodos brutales, la posibilidad de la guerra civil y para los nacionalistas no nazis, por hacerles pagar a los eslavos, comunistas y judíos sus presuntas culpas.
El partido Nacional Socialista Alemán de los Trabajadores, (Nazi) había pasado de menos del 3% de los votos en 1930 al 18% del electorado en 1930 y llegaría al 37% de los votos en 1932.
¿Cuáles fueron las causas del espectacular crecimiento de la popularidad de Hitler y su, en un principio, minúsculo partido?
Evidentemente las cláusulas punitivas del Tratado de Versalles, que obligarían a Alemania a oneroso pagos, como país vencido de la Primera Gran Guerra, hasta fines del siglo XX, no se pueden obviar.
La Paz vergonzosa que había hecho caer al Kaiser no fue la única causa.
Desde ya, la Gran Depresión, graficada por una niña de diez años en una frase notable: “los hombres son tan infelices cuando no tienen trabajo”…
El desempleo llevó primero los votos a Hindemburg, comandante en Jefe durante la Primera Guerra. Era una alianza antisocialista, pero no aristocrática, no era monárquica ni elitista, era autoritaria y reactiva a lo ocurrido entre 1914 y 1918.
Granjeros, campesinos y artesanos estaban en la calle. La clase media, la burguesía alemana estaba en movimiento y en lucha callejera permanente.
A su vez la disolución de los partidos liberal y conservador entre el 20 y el 30, preanuncia la crisis de los restantes viejos partidos.
Esa década es una mezcla de sentimientos patrióticos vociferantes. Miedos a todo lo que suene ó parezca bolchevique y repugnancia hacia el elitismo que había conducido a la gran derrota de la primera conflagración europea,
Lo que la clase media y trabajadora germana quería, era la unidad más allá de la representación de sus variados intereses ó sea la unanimidad de la Nación ó la casi unanimidad que propondría el Partido Nazi.
Adolf Hitler ya en escena y en su rol de primer actor tenía en claro todo esto, basado en tres premisas: la pureza racial de los arios, una era de producción industrial creciente a lo largo del tiempo y unas fuerzas armadas lo más poderosas y modernas posibles.
Hitler había sido enjuiciado al principio de la década por un golpe abortado y aprovechó el juicio para aparecer en las portadas de toda Alemania y proclamarse enfáticamente como el responsable del hecho y apuntar su énergica arenga contra lo que denominaba el republicanismo decadente.
O sea que entre 1924 y 1929 Hitler reorganizó su partido que realizó una cantidad impresionante de actos públicos en todas las ciudades alemanas.
A ello se unía la participación nazi en la vida social barrial y vecinal.
La fría determinación y una creciente autodisciplina los iba a enfrentar a la socialdemocracia, el más grande partido alemán de la postguerra.
A ello se unía una creciente violencia contra los rojos, estuvieran donde estuvieran, fueran socialdemócratas, comunistas, eslavos y sobremanera judíos.
Ante la creciente carencia de los planes sociales oficiales, los nazis organizaron su propio reaprovisionamiento, centrado en las tropas de la SA y de los SS.
A ello se unía la labor incansable de las mujeres ligadas al Partido, en una vasta labor de asistencia social, centrada en hospitales, cárceles y desocupados que requirieran los miembros nazis.
Hitler va apareciendo como salvador nacional contra el desgobierno parlamentario.
El “Heil Hitler” va acompañado de la creciente sensación de emergencia.
Las svásticas más los panfletos desembocan en el 18% de los votos en 1930 para arribar al partido más grande de Alemania entre 1932 y 1933.
El pensar corporativo había cedido paso al lugar que cada alemán no judío podía ocupar en un porvenir de grandeza inimaginable, estimulado por el deporte, la juventud y la participación femenina creciente.
Sin olvidar que un tercio de los votos nazis eran trabajadores, la mayoría industriales y el lema de las elecciones del 32 había sido: “Trabajo y Pan”.
Adolf Hitler había tomado el camino del medio en sus propias palabras, porque: “los nacionalistas de derecha carecían de conciencia social y los socialistas de izquierda carecían de conciencia nacional”.
Haciendo honor a su nombre, el partido nazi se iba a ocupar en el inconsciente colectivo de lo nacional y de lo social.
Pero a su vez los más pudientes distritos apoyaron mayoritariamente a los nazis.
Y entre los intelectuales no todos pensaban como Albert Einstein y Thomas Mann, cuya inclaudicable oposición los iba a llevar lejos de Alemania.
En realidad esta casi unanimidad que apoyaría incontrastablemente a los nazis, denotaría el fracaso del sistema parlamentario democrático, donde el consenso y el diálogo se había tornado imposible, creciendo el pensamiento que para borrón y cuenta nueva de la humillante derrota y del gravoso Tratado de Versalles, se necesitaba una mano lo suficientemente fuerte y autoritaria, como para levantar a Alemania de su terrible caída.
A su vez para comprender la viabilidad del antisemitismo en la Alemania hitleriana, hay que visualizar la larga historia europea desde la expulsión de los judíos de España y Portugal a partir del siglo XV. La Inquisición funcionando a pleno en todo el mundo católico, desde el siglo XVI, hasta su extinción. Los progroms rusos en la época zarista.
La clara presencia del antisemitismo en la Viena del fin de siglo XIX a la que nos referiremos más adelante. Y la acusación que pesara sobre todo el pueblo judío de deicida, desde los dichos y escritos de los relatos bíblicos en los albores del cristianismo y antes de sus sucesivas divisiones.[5]
Pero también esa política de eugenesia racial, se sostendría en otras bases mucho más germanas, puesto que ese nacionalismo a ultranza que encarnara el Führer, evadía la clara división de clases del marxismo ortodoxo, tomaba para sí el frío autoritarismo imperial, para transformarlo en una feroz persecución de sus opositores, desde las calles hasta la cátedras, desde la política hasta el deporte, todo efectuado y basado en la creencia que esa cuasi voluntad general representaba una auténtica revolución nacional.
Sin embargo, si desandamos algo el camino en la flecha del tiempo, nos encontraremos que no todos los liderazgos confluyeron de la misma manera.
En un meduloso texto sobre Viena, de los finales del Imperio Austro-húngaro, se podrá ver como el accionar de tres diferentes liderazgos traccionaron y confluyeron en la disolución de la vida imperial .[6]
Esas figuras son: Georg von Schönerer,( 1842-1921) que fuera una extraña mezcla de aristócrata y populista, defensor de los artesanos y estudiantes desencantados del liberalismo imperial, y a su vez provocador violento, tanto en dichos como en hechos, de todo lo que sugiriera ser eslavo ó judío.
La segunda de esas figuras es Karl Lueger (1844-1910) que realizara un extraño viraje, desde la izquierda hacia la derecha, determinando finalmente, una unión entre los monárquicos, católicos y capitalistas, con un cuidadoso tono antisemita, que se puede sintetizar en su famosa frase: “ judío es quien yo decido”…
La tercera y quizás como reacción a lo anteriormente señalado, es la del fundador del sionismo: Theodor Herzl, (1860-1904) que a contrario sensu de sus predecesores, cultiva y cree en los valores liberales que han sido vulnerados y descubre el antisemitismo no solamente en su asimilada Viena, sino en la capital de las Luces, donde es enviado como corresponsal de la Neue Freie Press, en momentos del famoso caso Dreyfus, el oficial judío, degradado y encarcelado por alta traición, cuya inocencia fuera probada en el famoso escrito de Emile Zolà: Yo acuso…
Su utopía era entonces una utopía liberal. Su grandilocuencia teatral lo convertiría en un Führer de toda su colectividad,
El Sión de Herzl, encarnaba a esa moderna cultura liberal europea perdida.
Los Caballeros de Palestina, el nombre de una organización sionista y su visión de una república aristocrática como la veneciana, lo vinculan con sus dos antecesores, en el hecho del tratar de apartarse de la decadencia austrohúngara, para recrear un mundo, emocional, pasional y preracional, que anime a sus propias masas, deseosas de un nuevo rumbo.
O sea que esta noción de pueblo, creada en estas tres mentalidades diferentes, es ficción de un Todo, en los imaginarios de cada uno de sus propios partidarios.
Diferente es lo que ocurriera en la implantación del sistema electoral en Italia. (1848-1895) a lo que nos referiremos brevemente.[7]
En las mentes de los notables italianos, ó sea los dueños del poder local, la ampliación del juego se insertaba cómodamente en ese dominio paternalista.
Los siervos existían, pero las asambleas debían ser controladas.
Los viajes eran hacia comunas vecinas. Los aristócratas haciendo votar a sus dependientes. Pero no a los suboficiales y soldados.
Era el interregno entre la sociedad de linaje de lo Antiguo y el individuo propietario.
Hay que recordar las reservas de estos liberales con respecto al Estado y su desconfianza hacia lo democrático.
Por ello la informalidad de las prácticas eleccionarias, basadas en realidades más amplias, espaciales, locales ó regionales.
Los notables pasarán a coaptar nuevos núcleos de la sociedad, pero siempre controlándolos.
Las jerarquías sociales se convertirán en jerarquías políticas, lo cual le garantizará permanencia y legalidad, al régimen de los notables.
O sea, son estos personajes los que van incluyendo al resto de la sociedad, notable paralelo, por cierto, con nuestra llamada generación del 80, también en el siglo XIX.
“Saber leer y escribir” podía ser, por ejemplo, una forma de exclusión ó de inclusión, según conviniera ó no a esta férrea lógica de la élite.
Ser elector era una línea directa entre la prerrogativa social y su encarnación política.
En una palabra, la opinión que se diría ilustrada de los notables, pesaría mucho más que su número, en esta ficción, donde la noción de pueblo, sirve ampliada, para legitimar electoralmente una democracia diferencial.
Del período cuasi similar en España, nos van a ilustrar tres testigos de cargo[8]
Cánovas diciendo en el Parlamento: “El cuerpo electoral en España no existe, como no existe el cuerpo electoral, todo movimiento debe partir de la Corona.[9]
Un diplomático inglés escribiría: “En este país, la llamada última, la suprema decisión con respecto al destino político de la nación, no se encuentra en el voto popular”…
“De acuerdo a la letra constitucional, el electorado es en efecto, el factor determinante”… “El Rey puede llamar a gobernar a quien le plazca, aunque la persona encargada no puede hacerlo sin la mayoría parlamentaria”…
“Pero ocurre que esta mayoría no es el resultado del voto popular, sino de los acuerdos y manipulaciones dirigidas desde el Ministerio de la Gobernación”…[10]
Y justamente el Ministro de la Gobernación que se enorgullecía de sus trabajos electorales, enviaría esta nota sumamente aclaratoria:
“Yo considero que la influencia oficial debe extenderse no solo a los empleados de todos y cada uno de los Ministerios, sino también a todos los organismos que de ellos dependen y de todos ellos le acompaño una breve relación, por si estima conveniente dar las órdenes necesarias para que esa influencia se haga sentir”[11]
O sea, como acotaría un diario con respecto a las elecciones: “Eran a manera de operaciones matemáticas hechas con tinta de las oficinas, por la mano serena, inflexible y calculadora del Gobierno sobre una losa de mármol blanco, bajo la cual dormía la opinión del país, indiferente y escéptico”.[12]
Evidentemente, en estas mentalidades lo que se ficcionaba casi totalmente, era el supuesto liberalismo y la naciente democracia.
La noción de pueblo yacía como totalmente instrumental al uso del Poder, como lo muestran acabadamente los testimonios que acabamos de transcribir.
Hemos comenzado este periplo con la política británica del siglo XVII, Podríamos concluirlo con lo que ocurría en las islas a fines del siglo XIX.[13]
Dos figuras dominarán este período. Una será la de Gladstone que representará la política liberal de tal manera que podría decirse de él las palabras de Sydney Webb, en septiembre de 1901: “Una reforma liberal nunca es sólo un instrumento social para una finalidad social, sino una lucha del bien contra el mal”.
Es decir había aquí un fin moral vinculado directamente a las libertades individuales, la libertad de comercio y la libertad religiosa.
Con Gladstone, los primeros obreros arriban al Parlamento. Estos lib-lab, al contrario de lo ocurrido dos siglos atrás, representaban al pueblo real, aquel que caminaba por las calles de la Gran Bretaña.
Sin embargo entre 1874 y el final del siglo se podrá percibir el Renacimiento Conservador, explicitado por The Times, en su edición del 7 de octubre de 1891: “Es significativo que los electores del distrito reformado de Westminister hayan preferido al conservador desconocido que vendía libros,(W.H. Smith)antes que el famoso liberal (John Stuart- Mill), que los escribió”.
La burguesía inglesa, no estaba de acuerdo con impuestos excesivos, ni con cualquier reconstrucción de barrios obreros, que endeudara más al fisco.
Y la figura rutilante de los tories hasta, su muerte en 1881, había sido Disraeli.
De esa manera la clase media inglesa seguía las palabras del jurista Dicey, cuando aseguraba, al desistir de la libertad individual, “puede no encontrar escalas hasta el abismo del socialismo”. Se refería desde ya al creciente rol interventor del Estado, como una tipo de política cuasi keynesiana.
O sea que la noción de pueblo está fraccionada en esta cantidad de intereses que parten ó de la órbita liberal ó de la conservadora, ecuación que deberá irse resolviendo en el día a día de la labor parlamentaria.
Y en el imaginario colectivo prima la atención a los intereses sectoriales que inclinarán las votaciones hacia uno ú otro sector.
Esta noción de pueblo que se va constituyendo de acuerdo a los intereses sectoriales que acompañan ó no determinada política y el imaginario colectivo liberal ó conservador, tiene su correlato en la política de los siglos XX y comienzos del XXI en la ex colonia británica: los Estados Unidos de Norteamérica.
Mientras que los que reclaman la voz casi unívoca de la voluntad general e invocan la soberanía popular como la voz de la Nación, son los herederos de ese momento tan especial de la Historia humana que se denominara Revolución Francesa.
[1] Edmund S. Morgan. La invención del Pueblo. Siglo XXI. Editores.
[2] Pierre Rosenvallon. La consagración del ciudadano. Historia del sufragio universal en Francia. Instituto Mora,
[3] George L. Mosse. La nacionalización de las masas. Marcial Pons. Ediciones de la Historia.
[4] Petér Fritzsche. De alemanes a nazis. 1914-1933. Siglo XXI editores.
[5] John Domininic Crossan. ¿Quién mató a Jesús? Las raíces del antisemitismo. Grupo Editorial Planeta
[6] Carl E. Schorske. Viena Fin-de-Siècle. Editorial Gustavo Gili.
[7] Raffaele Romanelli. Las reglas del juego. Notables electores. Elecciones. Quaderni Storici.
Nuova Serie.
[8] José Varela Ortega. De los orígenes de la democracia en España. (1845-1923)
[9] Diario de sesiones, 14-15 de mayo de 1880.
[10] Morier a Granville. 30 de octubre de 1882..
[11] Conde de Romanones. Notas de una vida II. De la victoria de Madrid, en las elecciones de 1909.
[12] El Imparcial.27 de abril de 1884.
[13] Martín Puigh. La construcción de la política británica moderna. Traducción María Inés Tato.
Oxford Blackwell Publishers, 1993.